Mota del Cuervo, fiestas patronales 1948 (foto S. Piqueras, propiedad familia Piqueras-Carrasco)
NOTA [Catalán; a continuación en castellano]
El 2004 l'Asociación de Amigos de los Molinos, de Mota del Cuervo (poble de la Manxa on va néixer el meu pare), va convocar el II Premio de Cuentos Briareo, al qual es podien presentar relats que tinguessin relació amb aquell poble, la Manxa, el Quixot... En llegir la convocatòria vaig recordar un viatge fet amb el meu pare el 1997, quan ell tenia vuitanta-quatre anys (el meu pare va morir el 2005). Deia que tenia ganes d'acomiadar-se del seu poble, fer-hi una visita que sabia que seria l'última i va demanar que algun dels seus fills o la filla l'hi portés. Hi vaig anar jo i aquell viatge em va inspirar per escriure un relat que va rebre un accèssit del Premio Briareo i que es va incloure en un llibret amb el conte premiat i altres accèssits.
Tot i que el conte està inspirat en el darrer viatge del meu pare al seu poble i en coses que ell m'havia explicat al llarg dels anys, vull fer constar que no és un relat biogràfic. He buscat si en algun racó d'Internet hi ha la versió digital dels relats premiats, però no l'he trobada. Per això em decideixo a publicar el conte en el meu blog.
NOTA
El 2004, la Asociación de Amigos de los Molinos, de Mota del Cuervo (pueblo de la Mancha donde nació mi padre), convocó el II Premio de Cuentos Briareo, al que se podían presentar relatos que tuviesen alguna relación con aquel puebo, la Mancha, el Quijote... Al leer la convocatoria recordé un viaje hecho con mi padre el 1997, cuando él tenía ochenta y cuatro años (mi padre falleció en 2005). Decía que tenía ganas de despedirse de su pueblo, de visitarlo en la que sabía que sería la última visita y pidió que alguno de sus hijos o su hija lo llevase hasta allí. Yo lo acompañé y aquel viaje me inspiró para escribir un relato que recibió un accésit del Premio Briareo y que se incluyó en un librito con el cuento premiado y los otros accésits.
Aunque el cuento está inspirado en el último viaje de mi padre a su pueblo y en cosas que él me habia contado a lo largo de los años, quiero hacer constar que no es un relato biográfico. He buscado si en algún rincón de Internet hay la versión digital de los relatos premiado, pero no la he encontrado. Por eso me decido a publicar el cuento en mi blog.
Boquita
de raníbilis
—Padre,
no te duermas ahora, que estamos llegando.
Aunque
hoy sea un día especial y la emoción por visitar de nuevo su pueblo
—¿por última vez quizás?— lo haya mantenido espabilado, Juan
tiene que esforzarse para que sus ojos permanezcan abiertos. Son casi
las tres de la tarde, la hora de su siesta. El sol cae implacable
sobre el paisaje manchego y hiere sus ojos cansados y enfermos. Los
cristales oscuros superpuestos a sus gafas no son suficiente
protección contra esa luz deslumbrante que ya tenía olvidada. Hace
unos minutos han dejado atrás el cruce del Pedernoso y el coche
enfila ya la última cuesta. Un poco más adelante tendrán ya ante
sus vista los molinos. Su corazón acelera el ritmo, parece que le
vaya a estallar.
—Carmen,
cuando llegues al pozo de la nieve, ¿no podrías desviarte hacia la
derecha? Me gustaría ir hasta los molinos antes de entrar en el
pueblo. Quiero ver cómo está el Zurdo. Leí que lo habían
restaurado.
Su
hija le ha oído contar muchas veces la historia del Zurdo, el molino
cuyas aspas giran en sentido contrario a los demás y al que un juez
castigó sin trabajar por haber matado a su dueño cuando
lo atrapó
entre sus aspas. De pequeño, a Juan le gustaba subirse a la sierra a
verlo trabajar. Entonces era el único molino que quedaba de los
muchos, más de cincuenta, dicen, que había tenido el pueblo. El amo
del Zurdo, Espiridión, el panadero, dejaba entrar a Juan, el cual
ayudaba a algunas de las faenas a cambio de un puñado de titos. A
él, como a todos los chicotes del pueblo, le gustaba prender fuego a
las vainas de las almortas y comerse luego las semillas tostadas.
Algunos amigos suyos las conseguían afanándolas de los carros
cargados. Iban en grupo y cuando el carretero intentaba perseguir a
uno de los asaltantes, sus compañeros aprovechaban para coger un
puñado de titos de la carga del carro. O se iban a la era y
aprovechaban cuando el guardián dormía para llevarse una brazada.
Pero Juan era muy tímido y se hubiese muerto de vergüenza si lo
hubiesen pillado robando titos. Titos o cualquier otra cosa. Para
obtenerlos, prefería ir al molino a ayudar al Hermano Espiridión.
Con
el tiempo, la recompensa de los titos fue lo de menos. Le fascinaba
ver trabajar el molino. Al principio sólo le dejaban entrar al silo,
donde echaba una mano en la descarga o vigilaba las mulas, y a la
camareta, donde ayudaba a limpiar el grano o a ordenar los utensilios
de la molienda. Un día que el amo estaba solo, la dirección del
viento cambió bruscamente. Era preciso accionar el borriquillo para
girar el tejado y que el molino siguiese trabajando. Pero una persona
sola no puede mover el borriquillo. Juan se ofreció para ayudarle.
Dadas las circunstancias, Espiridión aceptó. No creía que aquel
chicote esmirriado tuviese la fuerza necesaria para ello, pero
probándolo no se perdía nada. Y la tuvo, la fuerza. Desde ese día,
Juan pudo acceder al moledero y a todos los rincones del molino.
Además de las tareas habituales de la molienda, aprendió a nivelar
la piedra, a separar la rueda volandera y la linterna cuando se
acercaban demasiado la una a la otra, y a asegurar las cuñas
interiores de la rueda catalina.
Juan
tenía trece años cuando sus padres decidieron irse del pueblo. Allí
apenas había trabajo y no veían ningún porvenir para sus hijos. Su
tío Nicasio, que llevaba varios años en Barcelona, les convenció
para que se fuesen para allí. Se preparaba una gran exposición
universal y la mano de obra iba muy buscada. El padre y los tres
chicos seguro que encontrarían pronto trabajo. Las chicas podrían
colocarse de sirvientas o en alguna fábrica. Al principio, la vida
en Barcelona fue dura. Pero poco a poco se fueron abriendo camino;
sus hermanos, en la construcción, dos de las chicas se colocaron en
la Fabra y Coats —una fábrica de hilos de costura, los mismos que
compraban las mujeres del pueblo en
la tienda de
la Hermana María Rosa—; la otra, de dependienta en un mercado. A
Juan le atraían los motores; entró de aprendiz en un taller y
pronto logró ser oficial, el más joven. Un cliente se dio cuenta de
las dotes extraordinarias de aquel muchacho para la mecánica y le
dijo que era una lástima que no estudiase, que tenía talento para
ser por lo menos ingeniero. Y estudió. Lo hizo sin dejar de trabajar
y pagándose él mismo los estudios. Primero el bachillerato y,
aprobado el examen de estado, se matriculó como alumno libre en la
Escuela de Ingenieros. Tuvo la suerte que le tocase hacer el servicio
militar en la misma ciudad y el tiempo que estuvo en filas pudo
dedicarse incluso más a los estudios.
Reincorporado
a la vida civil y al trabajo, la guerra truncó sus aspiraciones y
las de tantos jóvenes en el país. Su hermano Miguel murió en el
frente de Teruel. A él lo destinaron a Extremadura. Su conocimiento
de los motores le permitió mantenerse en la retaguardia; los
oficiales no podían exponerse a perder el mejor chofer y único
mecánico del regimiento. Por fin llegó la paz. Una paz que destrozó
muchas familias y que causó el exilio de muchos miles de personas.
Juan pronto fundó la suya, de familia. Tenía ya tres hijos cuando
aprobó la última asignatura de la carrera.
—Padre,
quieres que lleguemos hasta arriba para ver los otros molinos, o
vamos primero al mesón?
De
los hijos de Juan, Carmen, la mayor, es la única que le llama
“padre”, como era costumbre en las familias del pueblo.
—Sigue,
que total, ya casi estamos.
En
lo alto del cerro no hay ni un solo coche. Carmen detiene el suyo y
corre presta a abrir la portezuela de Juan.
—No
bajes sin la gorra, padre, que el sol quema mucho a esta hora.
Aunque
el sol cae implacable, el viento que sopla casi siempre en lo alto
del cerro proporciona una sensación de bienestar. Juan respira hondo
mientras camina lentamente, apoyándose en su bastón. Se detiene a
contemplar el paisaje. Un paisaje que nunca ha olvidado. Es cierto
que el pueblo ha crecido —demasiado para su gusto, las últimas
casas parece que se empinen ya por la sierra—, pero en conjunto, la
vista es la misma. Por suerte no han construido edificios altos. El
viento mantiene el cielo despejado. Juan entorna un poco los ojos
—tiene la sensación de que así ve mejor— y otea el horizonte. A
pesar del tiempo transcurrido, aún reconoce aquellos lugares.
—Vamos
padre, no vayas a acalorarte. Recuerda que no te convienen ni el frío
ni el calor intensos. Aunque sople el viento, con este sol puedes
congestionarte.
Mientras
el coche baja serpenteando la carretera, Carmen se dirige de nuevo a
Juan:
—Padre,
cuando yo era pequeña me enseñaste los nombres de los vientos que
soplaban por aquí, pero solo recuerdo el solano, por el título de
una novela que leí años más tarde; se llamaba Con el viento
solano. ¿Cómo eran los otros?
—No
sé si los recordaré todos— responde Juan mientras busca en el
archivo de su memoria—. Veamos: solano, cierzo, ábrego, mariscote,
barrenero… algunos más habría, pero a mí también se me han
olvidado.
*
* * * * * * * * * *
A
las siete de la tarde, después de descansar unas horas, ya
instalados en el mesón, Juan está listo para ir a dar un paseo.
—¿Quieres
que vayamos a hacer alguna visita, padre? ¿A ver a las hermanas
Canelas, quizás?
Las
Canelas
eran las vecinas de toda la vida, una familia muy numerosa, y casi
todo mujeres. De los ochos hijos que tuvo el hermano Canelo, sólo
uno salió varón. Por eso les llamaban las Canelas.
—No,
hoy todavía no —responde Juan—. Prefiero pasar desapercibido.
Mañana, después de lo del Ayuntamiento, ya habrá tiempo para
encuentros y visitas.
En
la plazoleta cercana al mesón, un grupo de ancianos sentados sobre
un poyete mantienen una animada tertulia. Juan los observa intentando
reconocer a alguno de sus amigos de la infancia tras aquellas pieles
arrugadas y aquellos ojos cansados, como los suyos.
—Pos,
cuando yo vivía en Barcelona, me codeaba con lo mejorcito —cuenta
uno de ellos—.
—Amos,
que no te gusta fanfarronear. Ya me dirás con quien se codean los
cobradores de autobús —replica uno de los contertulios.
—De
fanfarronear, nada. ¿Crees que miento? Pues no. Lo del autobús fue
mucho antes —aclara el primero—. Cuando me jubilé llevaba ya
tres años de guardia en el Museo de Montjuïc, que está en un
palacio muy grande. Yo he conocido a muchas autoridades, hasta al
mismo alcalde, ese de los ojillos pequeños que ahora es presidente
de Cataluña. Y llevaban al museo a visitantes importantes. Allí me
entrevistaba con turistas de tó el mundo. Los japoneses son
los mejores, muchos me pedían pa hacerme una foto con ellos.
Al
darse cuenta de la presencia de Juan, lo observan con curiosidad.
—Buenas
tardes —les dice Juan al ver que lo están mirando.
—Buenas
tardes tenga usté —contestan a coro.
El
del museo se dirige a Juan:
—¿Qué,
de turismo por estas tierras?
—Sí,
unos días de descanso —responde aquél.
—Pos,
que descanse usté en paz, amigo —replica el del museo. Todos ríen
al unísono la broma.
Juan
juraría que el del museo es Manolo, el que fuera íntimo amigo de su
hermano Romualdo. No sabía que hubiese vivido también en Barcelona.
Su hermano seguro que tampoco se enteró nunca.
Dan
la vuelta y, tras cruzar la carretera, siguen por una de las
principales calles del pueblo, que ahora es peatonal. Zigzagueando un
poco, la calle llega hasta la plaza. Hay bancos para sentarse y
algunos bares han instalado en la calle sus terrazas. A Juan le
sorprende esa proliferación de terrazas y aún más que casi todas
las mesas estén ocupadas.
—Dicen
que no hay juventud en los pueblos. Sin embargo, nadie lo diría
viendo cómo está esto. ¿Será el equivalente a nuestro roce?
—comenta Juan.
—¿Roce?
¿Qué es eso, padre? Nunca me lo has contado —pregunta extrañada
Carmen.
—El
roce era el lugar de encuentro de chicos y chicas, donde íbamos a
pasear. No hacíamos más que andar en uno u otro sentido,
cruzándonos y provocando a veces el roce de nuestro brazo con el
brazo de la chica que nos gustaba. De allí salían muchas parejas de
novios.
*
* * * * * * * * * *
De
regreso al mesón, en la recepción les entregan un sobre. Lleva el
membrete del Ayuntamiento.
—Lo
trajo el mismismo señor alcalde —comenta el recepcionista.
Es
una nota de bienvenida y un recordatorio del programa para mañana.
Ha dejado su número de teléfono particular por si Juan necesita
alguna cosa o desea alguna aclaración.
—Padre,
¿les dijiste lo de tu régimen? No sería de extrañar que en el
banquete te quieran obsequiar con platos típicos de la tierra. A ver
si te van a sentar mal, que son muy fuertes. Además, ya sabes que
deberías comer sin sal.
—Por
una comida no me va a pasar nada. Además, eso de que los platos de
la Mancha son muy fuertes lo dirás tú. ¿No recuerdas el pipirrana,
el pisto y el atascaburras tan sabrosos que preparaba la abuela? ¿Me
dirás que son fuertes?
—No,
pero también nos preparaba gachas y ajopringue, que llevaban hígado
de cerdo. Por no mencionar el morteruelo, al que además de hígado
de cerdo en gran cantidad, echaba menudillos de ave, carne de caza y
especias, o el gazpacho manchego, con conejo y perdiz. Y aquellas
pastas tan ricas, pero con una enorme cantidad de grasa.
Cenan
en el mismo mesón y se sientan luego en el bar a tomar unas
infusiones. Cuatro ancianos juegan a dominó en la mesa vecina. Uno
de ellos se despide enseguida, dice no encontrarse bien. Los otros
exclaman en voz alta su contrariedad por no poder continuar la
partida a dobles. Juan no se lo piensa dos veces:
—Perdonen,
pero si les falta una persona para continuar jugando, yo podría
suplir a su compañero. De todos modos, les prevengo que hace muchos
años que no he practicado.
De
joven le gustaba mucho el dominó. Aprendió la estrategia viendo
jugar a los mayores del pueblo en el bar de la plaza, el de la
droguería. Los jugadores aceptan encantados. Aunque no conocen de
nada a ese forastero, les viene como anillo al dedo para continuar el
juego.
—Nosotros
no jugamos dinero, ¿sabe usté? Pero la pareja perdedora paga
la consumición de los cuatro. ¿Le parece bien? —le aclara uno de
los jugadores antes de empezar.
—De
acuerdo —responde Juan y se sienta a la mesa con ellos.
A
pesar de los años, Juan sigue siendo muy buen jugador. Su mente se
mantiene despierta y está atento al juego de los demás. Su pareja
es de los que enseguida se desprenden de los dobles. Está seguro de
que sería capaz de salir de viuda si tuviese el doble seis. Pero él,
con su intuición, puede adivinar cuándo sucede eso. La partida está
muy equilibrada y la puntuación sube ahora en un bando ahora en el
otro. Los dos equipos están a falta de pocos puntos para ganar. De
pronto, Juan se da cuenta de que tiene en sus manos el cierre. En un
extremo está el tres: en el otro, el cuatro. Es el último cuatro.
Toma la ficha y la deposita con fuerza sobre la mesa, como hacían
los mayores cuando él los veía jugar en el bar de la plaza, al
tiempo que dice, alzando la voz:
—¡Boquita
de raníbilis! ¡Y cerramos!
Los
otros jugadores lo miran asombrados. Un grupo de hombres en otra mesa
han vuelto la mirada, también sorprendidos, aparentemente. El
compañero de equipo de Juan exclama:
—¡Me
parece que usté nos ha estao engañando! Ningún forastero
llamaría al cuatro «boquita de raníbilis». Eso solo lo dice alguien que vive o ha vivido aquí.
El
que está a su derecha lo mira fijamente y dice:
—¿Tú
no serás Juanillo, el que vivía al lao de las Canelas? Me
dijo el Calixto que le daban una medalla. Bueno, que te daban. Porque
tú eres Juanillo, ¿verdad? Veo que aún se te nota la cicatriz de
cuando te clavaste aquel gancho en la mano. Yo soy Eupilio, ¿te
acuerdas de mí? ¡Qué alegría verte! Y qué orgullo, haber sido
amigo de alguien tan importante como tú. Anteayer me enteré de lo
de la medalla y pensaba ir mañana al Ayuntamiento. Mira si m’he
alegrao de verte, que no me importa perder la partida.
*
* * * * * * * * * *
Juan
tiene que esforzarse para mantener los ojos abiertos. ¡Cómo se le
ha ocurrido a su hija emprender el regreso a las tres, después de
comer, a la hora de su siesta!
—Carmen,
al llegar al pozo de la nieve, desvíate hacia la izquierda. Quiero
despedirme del Zurdo.
Mercè
Piqueras, julio 2004.
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